Estoy a unos días de cumplir un cuarto de
siglo y también lleno de discrepancias a la vez. Entre la búsqueda de algo que
no termino de entender y las apariciones de sucesos rutinarios como
extraordinarios, sigo al filo de la incertidumbre que conlleva seguir pasando derecho
como caudal que atraviesa toda barrera, siempre con la enmienda tangencial como
as bajo la manga y la predilección hacia el fracaso. Ya sea despertando a duras
penas por las mañanas o soñoliento en las lecturas nocturnas, cruzo a pasos
cortos el frente que se me presenta.
Es todavía el amanecer mi punto débil del
día. Amanecer y recordar tu nombre es el pesado punto de partida, ya sea al
momento de percibir los rayos de sol llegar hasta mi cara o al instante de
descubrir figuras en el techo, la imagen es la misma: Wendolin. Parece ser un bautizo matinal el decir tu
nombre, un parteaguas hacia el inicio y lo desconocido de la cotidianidad: hablar
en silencio y saber que no responderás para después inmiscuirme en el desayuno
forzoso y la vista hacia la calle en donde nunca pasa nada. Y lo demás es donde
te busco con la intención de no encontrarte.
Llegar a aquí es mera coincidencia. Pienso
en las calles vacías y los amigos que siguen su camino, en los amaneceres que
nunca observo y los atardeceres que siempre se me van. Es todo esto el producto
de un subconsciente colectivo que nos encamina a todos a vivir, a seguir
despiertos tras dos tazas de café y la incógnita de si algún día se sentirá una
tranquila y armoniosa estabilidad. ¿Y cómo lograr eso si no puedo siquiera
verte cuando me place? ¿Cómo es esto de cumplir 25 años?
Tu silueta cruzando la puerta hacia el exterior
es el emblema de este último año. Los fines de semana en casa y las borracheras
espontaneas son parte del repertorio. Sin embargo, es esa especie de vacío y
ansiedad lo que perdura, esa imagen del abandono y la esencia misma de quedar
aquí como una estampa en la pared: estero azul en donde todo se hace tan lejos.