lunes, 30 de marzo de 2015

Hangares

    Siempre he tenido una aguda percepción de alerta hacia las catástrofes que se puedan suscitar en cualquier momento de la vida. Indistinto a la impresión vaga de indiferencia que suelo emitir hacia terceros, suelo sobrevivir la jornada con la duda de un inminente desastre en el que pueda desbordarse toda existencia, o al menos, en la mayoría de los casos, la mía. Podría decirse que andar por ahí con el pensamiento de destrucción no es un buen síntoma de alta autoestima, sin embargo es ese sentido de expectativa un hito salvaje en el que me encasillo para idear y subsistir entre rutinas y acontecimientos irrelevantes.
    Es miércoles y el olor a carne asada entrando por mi ventana a las siete de la noche es un amigable indicio de una primavera apenas palpable. Habría que empezar de alguna manera a describir esta tarde, grabar la escena de opening en un tono oscuro y con los créditos principales, comenzar con el vaso de vidrio que tengo en mi escritorio ya con el último sorbo de michelada y el panorama de un sol, casi imperceptible, abriendo lentamente la toma para enfocar la vista en la que me encuadro, sentado en el sillón de lectura en el que apenas si leo los ingredientes de un triste bocadillo y me alejo sin intención de contener la mirada del espectador. Icónicamente comenzaría a exasperar con una escena larga y tediosa, en la que desarrollo, sin mucha intención, la pregunta de quién observa y poco imagina que el sentido de alerta antes ya mencionado se figura por entre los bordes de la cámara. Hablaría demás en un film en el que estar en silencio con un montón de imágenes reproduciéndose al azar es la verdadera trama y eso, en el mejor escenario posible, brindaría simplicidad al conjunto.
    «¿Qué suceso estaría próximo a pasar sino el tedio?», me lo digo ahora, con el vaso lleno de una nueva michelada y una música clásica que reproduzco al azar, entrecortando el tiempo en el que me acongojo y el punto exacto en el que desearía tirar todo por la borda. Falso ante la idea de la esperanza y las ideologías religiosas del próximo abril, brindo ante mi sombra un trago por la soledad y el miedo de vivir en un día en el que, sorpresivamente, ya no es miércoles y me encuentre incierto ante la osadía de la sociedad occidental refugiado en mi alcoba, fatigado y confortando ese resultado que queda después de la jornada, el elemento desproporcionado en el que me he convertido y del que poco se puede seguir indagando. El descubrimiento de la atemporalidad sosa del ciclo primaveral me recalca la ingenuidad en la que me encuentro, perdido aún entre veintisiete canciones elegidas y reminiscencias diversas en donde la ciudad se mezcla con partes de otra ciudad y, a escenas después del opening del vaso de vidrio, corro sin sentido alguno de búsqueda. 
    Huir de lo desconocido es la reacción de supervivencia ante lo atroz, hacia el descubrimiento de algo que pueda atraer dificultad. Frente a la inconformidad misma de verme en un lugar en el que no me idealizo, me entreveo por una estadía desértica de nula intención, perdido y con la sensación recóndita de haber querido extraviarme después de despedirte, anunciando un regreso imparcial en el que jamás hemos pensado y que ahora resulta del calor humano encerrado en el subsuelo y la pesadez del clima que varía sin cesar. Bastaría por un momento con desasociarme de nuevo, cerrar el periodo con un silencio que perpetúe breves palabras aniquiladoras, finiquitando una secuencia más, una jornada más de las que se van yendo por el tiempo. Sin embargo, la duda que se escurre por el montón de ideas que comienzan a surgir crece a desmedida, llegando a la cúspide del itinerario y alzando el desasosiego de embravecerme a empujones de un impulso, una pequeña chispa que surge para seguir filmando el clímax: una primavera incauta que quema mis mejillas y la explosión trunca en la que no dejamos de respirar. 




No hay comentarios: