Siempre he tenido una aguda percepción de
alerta hacia las catástrofes que se puedan suscitar en cualquier momento de la
vida. Indistinto a la impresión vaga de indiferencia que suelo emitir hacia
terceros, suelo sobrevivir la jornada con la duda de un inminente desastre en
el que pueda desbordarse toda existencia, o al menos, en la mayoría de los
casos, la mía. Podría decirse que andar por ahí con el pensamiento de
destrucción no es un buen síntoma de alta autoestima, sin embargo es ese
sentido de expectativa un hito salvaje en el que me encasillo para idear y
subsistir entre rutinas y acontecimientos irrelevantes.
Es miércoles y el olor a carne asada
entrando por mi ventana a las siete de la noche es un amigable indicio de una
primavera apenas palpable. Habría que empezar de alguna manera a describir esta
tarde, grabar la escena de opening en un tono oscuro y con los créditos
principales, comenzar con el vaso de vidrio que tengo en mi escritorio ya con
el último sorbo de michelada y el panorama de un sol, casi imperceptible,
abriendo lentamente la toma para enfocar la vista en la que me encuadro,
sentado en el sillón de lectura en el que apenas si leo los ingredientes de un
triste bocadillo y me alejo sin intención de contener la mirada del espectador.
Icónicamente comenzaría a exasperar con una escena larga y tediosa, en la que
desarrollo, sin mucha intención, la pregunta de quién observa y poco imagina
que el sentido de alerta antes ya mencionado se figura por entre los bordes de
la cámara. Hablaría demás en un film en el que estar en silencio con un montón
de imágenes reproduciéndose al azar es la verdadera trama y eso, en el mejor escenario posible, brindaría simplicidad al conjunto.
«¿Qué suceso estaría próximo a pasar
sino el tedio?», me lo digo ahora, con el vaso lleno de una nueva
michelada y una música clásica que reproduzco al azar, entrecortando el tiempo
en el que me acongojo y el punto exacto en el que desearía tirar todo por la
borda. Falso ante la idea de la esperanza y las ideologías religiosas del
próximo abril, brindo ante mi sombra un trago por la soledad y el miedo de
vivir en un día en el que, sorpresivamente, ya no es miércoles y me encuentre
incierto ante la osadía de la sociedad occidental refugiado en mi alcoba,
fatigado y confortando ese resultado que queda después de la jornada, el
elemento desproporcionado en el que me he convertido y del que poco se puede
seguir indagando. El descubrimiento de la atemporalidad sosa del ciclo
primaveral me recalca la ingenuidad en la que me encuentro, perdido aún entre
veintisiete canciones elegidas y reminiscencias diversas en donde la ciudad se
mezcla con partes de otra ciudad y, a escenas después del opening del vaso de
vidrio, corro sin sentido alguno de búsqueda.
Huir de lo desconocido es la reacción de
supervivencia ante lo atroz, hacia el descubrimiento de algo que pueda atraer
dificultad. Frente a la inconformidad misma de verme en un lugar en el que no
me idealizo, me entreveo por una estadía desértica de nula intención, perdido y
con la sensación recóndita de haber querido extraviarme después de despedirte,
anunciando un regreso imparcial en el que jamás hemos pensado y que ahora
resulta del calor humano encerrado en el subsuelo y la pesadez del clima que
varía sin cesar. Bastaría por un momento con desasociarme de nuevo, cerrar el
periodo con un silencio que perpetúe breves palabras aniquiladoras,
finiquitando una secuencia más, una jornada más de las que se van yendo por el
tiempo. Sin embargo, la duda que se escurre por el montón de ideas que
comienzan a surgir crece a desmedida, llegando a la cúspide del itinerario y
alzando el desasosiego de embravecerme a empujones de un impulso, una pequeña
chispa que surge para seguir filmando el clímax: una primavera incauta que quema
mis mejillas y la explosión trunca en la que no dejamos de respirar.