sábado, 26 de marzo de 2011

Celeste

El glamour había sido ahorcado por la inmensa ciudad ajena a la fantasía romántica del viejo cuento de hadas, alimentado lentamente por las ingenuas niñas en esa época del año. Ese era el momento, el destino se había quebrado y la huida era irremediable para los sucesos que respaldaban la abominable tristeza de Celeste, por no decir Azul. Los grados Fahrenheit a los que se sometía la celeste contradicción de su nombre golpeaban al entorno, cambio de ritmo, grotesca desviación. La vista seca e inmóvil al movimiento ajeno o a la curiosidad animal, sonetos estúpidamente rebuscados que acompañaban la ocasión. La estación era la misma, la banca era la típica forma del lugar de la espera interminable y Celeste era el fallido intento de la reconciliación. Las espinas de su cuerpo no tenían la culpa, ni el verde original de su textura, ese no era el detalle, pero quién lo podría asegurar. Y la culpa de nada servía ser mencionada, pues el nerviosismo del Marcelo fue el causante de que ahora, Celeste se encontrara ahí, recreando el sueño que ahora parecía ya tan lejano, olvidado en otros tiempos de amores veraniegos parisinos. El sueño contenía un vals que erradicaba la disputa, un vals que lo esfumaba todo, un problema que se acababa pues su tiempo había terminado y los suaves sonidos abrirían las puertas para una estabilidad palpable. Sonrisa entre sépalos. Nada de su objetivo se cumplió y esa calle de la Ciudad de México fue testigo de cómo Celeste se ajó en el retorcido mundo del amor, sin siquiera haber amado. Marchita imagen gris del amor prójimo despedazado (olvido).

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