La recamara parecía desolada, la puerta de entrada yacía abierta produciendo algunos rechinados casi sordos. Por las viejas cortinas rojas alcanzaba a asomarse poco a poco el sol, unos destellos tenues se pillaban por ahí dando a la habitación una pizca de brillo. A juzgar por la cama, ahí había ocurrido una escena de mal gusto, alguna discusión o algo de sexo brutal. Cuando la luz interrumpió la encantadora aventura del pequeño Diego, éste despertó lentamente tallándose el ojo izquierdo primero, como de costumbre. Aventó a ese puñado de muñecos que odiaba, pero su mamá le adornaba su cama a más no poder y después, fue a su nica. Tenía cinco años y un inconfundible pequeño rostro lleno de pecas. Siempre seguía esa rutina. Luego de esto, acostumbraba ir a acostarse con su mamá en la “camota” como el solía decirle, siempre llegaba antes que su hermano un año mayor que él, quien esta vez se había ido a quedar con su padre. Mientras el pequeño caminaba por el pasillo, la alarma del cuarto de su madre acababa de sonar dando las ocho de la mañana. El pequeño se quedó parado en la puerta de la recamara y después vacilo un poco. Sus ojos cafés empezaron a vidriarse y el niño subió rápidamente a la cama, tapándose con ese gran edredón de cuadritos negros que el tanto adoraba en las mañanas de domingo. Parecía hubiese visto un fantasma, apretaba los ojos con demasiada preocupación, temía mojar su pijama. Quería dormir y despertar en alguno de esos sueños que antes había disfrutado, pero su mente daba demasiadas vueltas que no cabía algo de felicidad en esa pequeña cabecita. Había amado tanto a su madre, más que a su padre, más que a nadie, más que lo que tal vez ella lo hubiese querido y no podía aceptar la idea de que ésta yaciera en el armario tumbada boca arriba, con medio cuerpo asomado hacia la recamara, golpeada a más no poder y rodeada de charcos sangre por doquier.
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