martes, 31 de diciembre de 2019

Caudal



    Tendría que decidirme si esta taza de café la haré con o sin canela, pero no importa mucho en verdad. Me digo esto al momento en que apago el agua de la estufa ya hirviendo y tomo asiento en mi cocina, observando el que es mi hogar desde hace un año. ¿Qué tantas cosas hay por pensar y qué tantas otras dejo a la expectativa de que estallen al momento? Tal vez con el primer sorbo de café lograría interpretar mejor la respuesta.
    Han pasado un montón de situaciones en este año que no logro enfocarme por dónde comenzar a recapitular este memorandum. Podría suponer que esto último es algo bueno pero no habrá absolutos en esta ocasión. Habría que, al menos, esperar a terminar la primera taza de café y beber un vaso de agua, iniciar a indagar entre el bullicio del ruido de la calle y tratar de sumergirme en la fuerte corriente de ideas vagas que me hicieran recordar los tropiezos y los aciertos y, por ende, toda la amalgama de espacio gris que circunde y que no es más que el verdadero espectro del que se nutre la existencia.
    El café caliente toca mis labios y pienso en que lo que dejamos detrás no es más que un reflejo de lo que se tiene el día de hoy, y es precisamente esto lo que me mantiene a flote, subyacente y atento a lo que se presente al instante sin descuidar ese montón de planes que se generan como ramas en el árbol llamado vida. Qué es el tiempo sino esa conjunción de circunstancias que se amontonan durante las inhalaciones y exhalaciones que fluyen en nuestro movimiento, actividades que se cuantifican en el sin cesar de pestañeos y los silencios que nos empapan de supuesta realidad.
    Hierve de nuevo el agua en la estufa y la segunda taza de café se presenta como la lluvia fuera de casa con sorpresa, anunciando el termino de un decenio y no de una década como muchos comienzan a especular. Los amigos llegan y se van al igual que la familia, pero siguen presentes como el sonido de las aves y el ruido suburbano en que todavía procuro habitar. Es aquí el lapso correcto del análisis, es aquí cuando aparece el parpadeo perpetuo de sentir lo que se repercute de la relación humana, las risas y los desconciertos que quedan marcadas en la piel de la memoria y los suspiros que emergen de lo más profundo del ser hasta descubrirnos como lo que prevalece, como lo que ahora somos.
    Qué es la plenitud. Qué es esta extraña sensación de tranquilidad que emerge bajo las orejas mientras pasan los amaneceres a nuestras espaldas, esas olas de brillante color que llegan y me observan conducir hacia el poniente, en un cumplimiento de rutina en el que te entrego y te pierdo para sufrir así las restricciones del mundo capitalista que habitamos. Es la vida en pareja lo que hoy nos custodia y es la dicha misma de abrigo lo que me acontece, manteniéndome ocupado tu felicidad y júbilo de maneras que nunca antes tuve.
    ¿Es el amor el cumplimiento de responsabilidades de pareja preestablecidas o es la locura de aislarnos en un baile cíclico de dolor innecesario y socialmente aceptable? Pienso que ocuparía el resto de mis días en averiguar lo que ya comencé, en aceptar una y otra vez esa aventura interminable en la que no titubearía en emprender nuevamente sin temor al fracaso como en años pasados. Y es gracias a esos miedos y pensamientos remotos que alzo la mirada hacia el horizonte en búsqueda de lo añorado, dispuesto a quebrantar hasta el más mínimo recelo y rencor.
    Llueve y es el instante mismo de partir o de llegar, de nadar con la corriente y olvidar el forcejeo cultural en el que todo tiempo pasado fue mejor. Spinetta canta y nos desvela que mañana es mejor.
    Persisto.
   



   
   


lunes, 9 de diciembre de 2019

Noche día

Cada trazo y cada camino que terminamos recorriendo
despiden ecos de algo distinto
que se quedan grabados como serpientes en arena
silenciosas y a su vez van dejando huellas,
huellas que permanecen grabadas en cemento,
grabadas en la memoria
sigilosas para aparecer en los momentos más inesperados:
un cuento,
un corazón,
un cerebro,
una materia prima para crear algo nuevo.
Que finalmente después de cierto tiempo será
abandonado,
olvidado,
y sepultado abajo de los nuevos palacios
que vienen y desbancan los suelos viejos
que existían ahí antes que ellos.
Y estos a su vez desbancan a los demás
y formando olas y desfiguros,
se vuelven muy difíciles de arreglar.
Algo mas que es difícil es
encontrar los pasados que queremos componer
tanta pintura sobre la fachada desgastada
impide y modifica la respiración del animal,
esa bestia sagrada que cambia para siempre y
muy rara vez dormita.
Nada nos garantiza que tendremos lo que tenemos,
nada nos garantiza una vida segura,
tampoco sabremos si tendremos pensamientos que
llevan a una espiritualidad iluminada,
nada nos garantiza la paz.
Pienso en que no somos dueños de lo que ya logramos.
Y nada nos garantiza que seguiremos siendo los mismos
pero siempre tendremos las huellas,
esas huellas para recordarnos
de dónde y porqué vinimos hasta aquí.


ORL

lunes, 11 de febrero de 2019

Boston unisex

    Tengo esta curiosidad, esta incógnita de llegar a cierto lugar y encontrarme con viejos compañeros de la escuela, viejos conocidos que no tengan la más remota idea de qué es lo que ha pasado conmigo desde que salimos de la facultad. Sé que suena como un claro síntoma de la nostalgia tras la llegada de la adultez y que se presta a figurarse como un capricho tendencioso de querer medirse-la-verga con otros cabrones que estudiaron la misma carrera que yo, pero el chiste es que vi una curiosa estética con un nombre peculiar en el que nos imaginé a todos llegando por un corte de cabello de 40 pesos después de la jornada.
     El nombre Boston unisex reluce como preludio a la decadencia en una fuente grande y rotulada en un vitral exagerado y amarillento, anunciando en un contrastante verde irlandés la recepción de hombres y mujeres por igual, invitándome a idealizar a ese montón de pre treintones entrando y reconociendo a esos ex compañeros de carrera a la par de acalorarse como si alguien se hubiese encargado de reunirlos a todos en la misma peluquería sin un motivo aparente. Reconozco que ese ha sido mi pasatiempo los últimos quince días al pasar por ese lugar, lo recuerdo y lo añoro y, cada vez que el semáforo marcando el rojo me obliga a parar enfrente del susodicho establecimiento, no puedo más que enfocar mi mirada hacia la sucia ventana en la que un M esté hablando de su esposa como si fuera la octava maravilla del mundo y un P no haga más que procesar todo lo que los demás hablan para después robar sus hazañas. 
    ¿Y qué haría R, o qué gran logro estaría alardeando F mientras pide su corte afemindado de siempre? ¿Qué haría yo además de querer reírme de toda esa bola de pelmazos que no se imaginan que están ahí por mi voluntad? Boston unisex, Boston unisex, no hay mejor nombre que Boston unisex para esta torpe pero memorable reunión sin sentido. Todo parece ir cobrando vida mientras la peluquera cincuentona se percata de que una no-muy-frecuente-clientela empieza a llegar: todo empieza con el caminar errante y triste de M arribando en primer lugar seguido por el-cuate-de-la-cara-con-vitiligio-pseudo-deportivo que nunca acudía a las clases, todo parece cobrar sentido, los aullidos de O quien cada vez tiene menos cabello e insiste en seguir haciendo los ruidos tan típicos de la población estudiantil al ver pasar una muchacha guapa y así como los zapatos enormes de T, contrastando con su flaca anatomía y su envidiada aventura con L, la foránea más deseada de la generación. ¿Qué podría salir mal?, tal vez la voz rasposa de la bella C invitando a quebrantar el machismo de la mayoría de agachados muchachones con sus grandes logros y certificaciones o probablemente el llanto al que se sometería la multitud al enterarse de la muerte de H, el bonachón hombre de las copias del segundo piso del edificio 1. 
    Podría seguir ideando, podría seguir construyendo y escribiendo un montón de historias impresionantes que se originarían tras el encuentro fortuito de un selecto y azaroso puñado de egresados de la facultad de ingeniería, pero el placer de imaginar tan jugosas situaciones sólo me hace querer quedarme varado en ese semáforo por, al menos, uno o dos inviernos más. 

lunes, 7 de enero de 2019

Oriente


    Algunos ayeres ya, me percaté que gran parte de mi tiempo el cual corresponde al momento justo del atardecer lo he vivido desapercibido, encerrado o simplemente distraído y escribí al respecto. Hoy, como balde de agua fría que estalla al proyectar y cala hasta los huesos, me he dado cuenta que en los amaneceres sucede algo similar.
    Hace casi tres meses que me fui de casa de mis padres, más al oriente de la ciudad. Al estar más alejado del área metropolitana, tengo que despertar más temprano para ir a mi trabajo. Así mismo, mi momento para tomar un gran café negro es, precisamente, al momento del amanecer mientras conduzco. Día a día al manejar hacia el poniente, la ciudad se va iluminando lentamente con rojos trazos invernales que hacen dirigir mi mirada al retrovisor al ir avanzando entre el apretujado camino. Estas remiradas suelen ser instantes, instantes cortos que no pueden convertirse en segundos si no deseo proyectar mi vehículo con el más próximo frente a mí: melancolía.
    ¿Es esto la existencia procedente a la esencia o, más bien, la no-existencia procedente a la artificial esencia?, una nula libertad de poder gozar el presenciar la dicha esencia de la naturaleza misma al amanecer. He capturado imágenes fotográficas que no representan con exactitud ni el más mínimo vívido color que arriba sucede; he observado el retrovisor durante cada momento de pausa en el pesado tráfico matinal y no logro gozarlo, no de la manera en que debería o en la que los demás se jactan de obtener.
    ¿Y de qué manera debería de percibirlo? Es decir, sucederá algo maravilloso al revelarle a mis ojos tan bello suceso de extrema relevancia en mis últimos meses o, simplemente, se trata de un filtro más, un contenido oculto más que mi mente se empeña en descargar a la brevedad posible para encajar con lo que no necesita ser más complejo. Ansiedad.