Llueve. Con el silencio abrazándome
desde la inestabilidad de mi hogar logro perderme aunque sea un instante de
todo esto que ignoro suceder y que circunda. Pasan de las diez de la mañana y
la idea que busco para realizar el día y sentirme vencedor no logra tomar
forma, no logro formar algo que previamente sé que desconozco pero que tercamente
necesito recrear.
Es el último sábado del año este
que me ocupa. Lo recibo temeroso e ignorante ante el suceso: después de un
sueño profundo tras cansancio del trabajo físico anterior del que caigo
fulminado, tendido y sordo hacia cualquier ruido exterior a excepción de tus
balbuceos nocturnales, intangibles e inalcanzables suspiros encriptados que jamás
entenderé, ni siquiera en sueños. ¿Es esta la noche que conjuntamente ignoramos
o sólo es el descuido individualista occidental que nos hace competir?, me pregunto
momentos antes de escribir y pensar en esto, exactamente al sentir el vacío
matinal de las vacaciones saturnales.
Persisto en este abismo al que
llamo ignorancia, reuniendo características a la idea ya mencionada, a la par
de que sorbo el café con leche que me hace bajar el desayuno hasta el estomago
y logra desvanecer toda boba concentración. Si por un momento pudiera dejar de
parpadear, fijar mi mirada en un agujero que me hiciera ir más allá del abismo,
a una circunferencia que se expanda y me susurre con su estruendosa plenitud
que el mañana no llegará y que la nostalgia no tiene sentido más que la
debilidad en sí, todo esto podría funcionar aunque fuese en un chasquido
atemporal que polarizara toda esperanza, aniquilando todo rastro de descontrol.
Es el último sábado del año que
nos ocupa, lo he mencionado ya. Y sin más que decir que lo que obviamente no
sucederá esta mañana –al menos no para mí–, el día sigue así como seguirán
todas las fuertes mordidas que se provocan por las gloriosas fauces del Cronos.