El clima parece tan extremo como de costumbre y los días se me van como agua de las manos. No lo entiendo. No logro comprender esa brevedad en la que se resume mi existencia entre el día y la noche, ese silbido escuálido que surge y del que apenas logro percibir un susurro que se esfuma; inalcanzable a mi torpe maniobrar.
Vuelvo a comenzar.
Vuelvo a comenzar.
La semana no parece irregular. Las canciones son las mismas al igual que las risas, las casualidades y las jornadas silenciosas que se suelen presentar. ¿Habría otra manera de vislumbrar las cosas? Me lo pregunto ahora, mientras dejo el celular en mi escritorio y alcanzo a detectar un silencio tras un constante soplar del aire acondicionado de la oficina, monótono y extendido hoyo en el que siento caer de vez en cuando.
Tengo sed.
Quisiera cerrar los ojos por más de siete horas sin la necesidad de despertarme, adoptar el dolor del cuerpo al no levantarme y encerrarme alejado de toda esta grisácea ciudad que no hace más que consumirme sin un aliento de sorpresa.
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