Tengo esta curiosidad, esta incógnita de llegar a cierto lugar y encontrarme con viejos compañeros de la escuela, viejos conocidos que no tengan la más remota idea de qué es lo que ha pasado conmigo desde que salimos de la facultad. Sé que suena como un claro síntoma de la nostalgia tras la llegada de la adultez y que se presta a figurarse como un capricho tendencioso de querer medirse-la-verga con otros cabrones que estudiaron la misma carrera que yo, pero el chiste es que vi una curiosa estética con un nombre peculiar en el que nos imaginé a todos llegando por un corte de cabello de 40 pesos después de la jornada.
El nombre Boston unisex reluce como preludio a la decadencia en una fuente grande y rotulada en un vitral exagerado y amarillento, anunciando en un contrastante verde irlandés la recepción de hombres y mujeres por igual, invitándome a idealizar a ese montón de pre treintones entrando y reconociendo a esos ex compañeros de carrera a la par de acalorarse como si alguien se hubiese encargado de reunirlos a todos en la misma peluquería sin un motivo aparente. Reconozco que ese ha sido mi pasatiempo los últimos quince días al pasar por ese lugar, lo recuerdo y lo añoro y, cada vez que el semáforo marcando el rojo me obliga a parar enfrente del susodicho establecimiento, no puedo más que enfocar mi mirada hacia la sucia ventana en la que un M esté hablando de su esposa como si fuera la octava maravilla del mundo y un P no haga más que procesar todo lo que los demás hablan para después robar sus hazañas.
¿Y qué haría R, o qué gran logro estaría alardeando F mientras pide su corte afemindado de siempre? ¿Qué haría yo además de querer reírme de toda esa bola de pelmazos que no se imaginan que están ahí por mi voluntad? Boston unisex, Boston unisex, no hay mejor nombre que Boston unisex para esta torpe pero memorable reunión sin sentido. Todo parece ir cobrando vida mientras la peluquera cincuentona se percata de que una no-muy-frecuente-clientela empieza a llegar: todo empieza con el caminar errante y triste de M arribando en primer lugar seguido por el-cuate-de-la-cara-con-vitiligio-pseudo-deportivo que nunca acudía a las clases, todo parece cobrar sentido, los aullidos de O quien cada vez tiene menos cabello e insiste en seguir haciendo los ruidos tan típicos de la población estudiantil al ver pasar una muchacha guapa y así como los zapatos enormes de T, contrastando con su flaca anatomía y su envidiada aventura con L, la foránea más deseada de la generación. ¿Qué podría salir mal?, tal vez la voz rasposa de la bella C invitando a quebrantar el machismo de la mayoría de agachados muchachones con sus grandes logros y certificaciones o probablemente el llanto al que se sometería la multitud al enterarse de la muerte de H, el bonachón hombre de las copias del segundo piso del edificio 1.
Podría seguir ideando, podría seguir construyendo y escribiendo un montón de historias impresionantes que se originarían tras el encuentro fortuito de un selecto y azaroso puñado de egresados de la facultad de ingeniería, pero el placer de imaginar tan jugosas situaciones sólo me hace querer quedarme varado en ese semáforo por, al menos, uno o dos inviernos más.