Algunos ayeres ya, me percaté que gran parte de mi tiempo el cual
corresponde al momento justo del atardecer lo he vivido desapercibido,
encerrado o simplemente distraído y escribí al respecto. Hoy, como balde de
agua fría que estalla al proyectar y cala hasta los huesos, me he dado cuenta que en
los amaneceres sucede algo similar.
Hace casi tres meses que me fui de casa de mis padres, más al oriente de
la ciudad. Al estar más alejado del área metropolitana, tengo que despertar más
temprano para ir a mi trabajo. Así mismo, mi momento para tomar un gran café
negro es, precisamente, al momento del amanecer mientras conduzco. Día a día al
manejar hacia el poniente, la ciudad se va iluminando lentamente con rojos
trazos invernales que hacen dirigir mi mirada al retrovisor al ir avanzando entre el apretujado
camino. Estas remiradas suelen ser instantes, instantes cortos que no pueden
convertirse en segundos si no deseo proyectar mi vehículo con el más próximo
frente a mí: melancolía.
¿Es esto la existencia procedente a la esencia o, más bien, la no-existencia
procedente a la artificial esencia?, una nula libertad de poder gozar el
presenciar la dicha esencia de la naturaleza misma al amanecer. He capturado imágenes
fotográficas que no representan con exactitud ni el más mínimo vívido color que
arriba sucede; he observado el retrovisor durante cada momento de pausa en el
pesado tráfico matinal y no logro gozarlo, no de la manera en que debería o
en la que los demás se jactan de obtener.
¿Y de qué manera debería de percibirlo? Es decir, sucederá algo
maravilloso al revelarle a mis ojos tan bello suceso de extrema relevancia en
mis últimos meses o, simplemente, se trata de un filtro más, un contenido oculto
más que mi mente se empeña en descargar a la brevedad posible para encajar con
lo que no necesita ser más complejo. Ansiedad.