Ocho
veintidós.
Hace una mañana demasiado hermosa como para
ignorarla. Todavía adormilado, camino derecho al lavamanos como un autómata recién
programado, veo mi cara ya con el agua cayéndome hasta el cuello y no percibo
más que una silueta borrosa a centímetros de distancia: un reflejo, un
porcentaje de otro porcentaje. Es el desvelo quien me da las últimas palmadas
en la espalda para encaminarme hacia la primera ola de pensamientos matutinos y
Elmo Hope se presenta en escena.
Agosto
comienza al fin a retirar el calor engorroso de la ciudad, a paso lento,
mientras el vaivén de los días circula por entre rutinas y esas charlas secas en
las que nos vemos inmiscuidos de repente, lo cual me retiene pensando en cómo
abordarla a esta hora sin parecer molesto. Es sólo un saludo lo que me hace pensarla,
un simple acto banal que me hace repasar un montón de situaciones tangenciales
y estúpidas. Sería mejor no hacerlo: dejar que la mañana pase mientras sostengo
un vaso de leche fría y después una taza de café negro, escuchando a Hope tocar
ese piano en la última pieza de su Informal
Jazz antes de que me alcance el medio día.
Once tres.
Salió el sol y ni siquiera lo he notado al
momento. He desperdiciado/aprovechado estas horas en no hacer nada. La
tranquilidad del silencio ha comenzado a esfumarse por el ruido externo y la tempestad
del tiempo en contra, quienes vienen hacia mí a sonsacarme de la paz subjetiva
en la que me refugio. He dejado de pensarla. Doy hincapié a las actividades que
se encaminan con la rutina de fin de semana y sigo adelante, sin más que un
centenar de pensamientos reducidos a pocos actos y una ceguera abismal que me
figuro con la luz del sol. Sin embargo, el tiempo y el ruido es algo con lo que
se aprende a vivir y ya nada de esto tiene mayor importancia.
Doce y cuarto.
Color Humano.